Nadie sabe cuánto tiempo había pasado, cuando apareció por
allí un tipo vestido de verde que llevaba un Zippo encendido y se hacía
llamar “el portador de la llama”. Murmuró unas palabras, y un sorprendido
Sambas volvió a la vida.
Tardó poco en recomponerse, se reincorporó con una dureza en
la mirada impropia de él, y observando al portador con seriedad, ordenó:
- - El pollo nos ha fallado, reúne a los tontitos.
Algunos minutos después las calles estaban infestadas de
arañas que, diligentes, seguían las instrucciones de nuestro héroe: picoteaban aquí
y allá, tropezaban unas con otras, y en el mejor de los casos se suicidaban
arrojándose a la cabeza de algún incauto… pero no era suficiente, por cada paso
dado retrocedía otro, y el camino se volvía tedioso e insoportable. Mientras contemplaba
con frustración como sus tropas mataban y morían, comprendió que necesitaba una
nueva estrategia.
Fue en ese momento cuando reparó en el puestecito de un
trilero que, ajeno a la lucha, jugueteaba con tres cubos sobre un tablón de
madera, escondido bajo un sombrero de ala ancha que ocultaba un rostro
misterioso, en el cual apenas se podía entrever una sonrisa. Sambas no pudo
evitar acercarse a él, y como si lo estuviera esperando, a su llegada el
trilero alzó el rostro, y comenzó a mover los cubos con maestría.
-
- ¿Dónde está el diamante? – preguntó el trilero,
con voz juguetona.
-
- Estos juegos son de jamaos – respondió Sambas,
intentando disfrazar su curiosidad.
-
- ¿Quieres el diamante, o no? – El trilero
comenzaba a impacientarse.
Sambas afirmó con la cabeza, sin saber muy bien qué esperar
de aquella propuesta, y en ese mismo instante un ágil juego de manos hizo
desaparecer los tres cubos y que su lugar lo ocuparan cartas de diferentes
colores. Los tontitos observaron atónitos como su líder desaparecía del campo
de batalla acompañado de un extraño, y siguieron peleando sin las indicaciones
de su general, lo que para ser honestos… tampoco se notó demasiado.